PETRO Y TRUMP: HERMANOS EN LA GUERRA CONTRA EL MENSAJERO
Gustavo Petro y Donald Trump. El progresista colombiano y el magnate estadounidense. Uno habla de justicia social y cambio climático; el otro, de muros fronterizos y grandeza perdida. A simple vista, parecen tan parecidos como el café y el petróleo. Pero cuando se trata de la prensa, ambos beben del mismo brebaje: el del desprecio combativo y la deslegitimación sistemática.
Trump, con su ya legendario “fake news”, logró transformar una expresión de crítica legítima en un hechizo mágico que convierte cualquier investigación en conspiración. A cada dato incómodo, una descalificación; a cada medio independiente, la etiqueta de “enemigo del pueblo”. Como si la prensa libre fuera una plaga y no un pilar democrático.
Petro, por su parte, no se queda atrás en el arte de la sospecha retórica. Acusa a medios como Caracol y RCN de “estupidificar” al país, un verbo tan violento como creativo. A ciertas periodistas las ha tachado de “muñecas de la mafia”, metáfora con aroma a cine negro y misoginia tropical. Para él, los medios no son entidades independientes, sino voceros de “poderes oscuros”. La FLIP —que no es precisamente una oficina de propaganda del uribismo— ha advertido sobre el riesgo de que Petro convierta la crítica legítima en anatema.
Ambos líderes no solo enfrentan a la prensa: la convierten en villano narrativo. Una figura perfecta para movilizar a sus bases: el periodista como agente encubierto de la élite, traidor a la patria, instrumento del caos.
Twitter y compañía: la tribuna del emperador
Antes, los discursos se daban
desde balcones. Hoy, se lanzan desde el teclado. Trump gobernaba desde Twitter
con la furia de un César digital. Petro hace lo propio desde X, con menos
mayúsculas pero igual determinación. Ambos encontraron en las redes sociales la
manera perfecta de esquivar las preguntas difíciles y difundir su verdad sin
intermediarios, como si la realidad pudiera editarse con un filtro y un
hashtag.
Cuando el poder se siente
acorralado, el recurso favorito es el complot. Trump, tras perder las
elecciones, afirmó que todo fue un fraude. Que los medios eran cómplices. Que
la democracia estaba secuestrada… por los reporteros.
Petro también ha agitado el fantasma del “golpe blando”, esa fórmula elegante para nombrar lo que suena a sabotaje sin tanques. Según él, hay una alianza tácita entre élites económicas, medios de comunicación y ciertos sectores políticos para destituirlo no con armas, sino con titulares.
Ambos construyen una épica: no son simplemente presidentes criticados, sino profetas sitiados por un sistema corrupto. Y como en toda buena narrativa, necesitan un Judas. ¿Quién mejor que el periodista?
¿Y la democracia? Bien, gracias (aunque un poco golpeada)
El daño no es solo simbólico. La
hostilidad hacia la prensa termina empobreciendo el debate público. Cuando
cualquier crítica puede ser reducida a “fake news”, lo que muere no es solo la
credibilidad de un medio, sino la posibilidad de diálogo. Y sin diálogo, la
democracia se vuelve un eco de sí misma.
Reporteros Sin Fronteras lo ha notado: la libertad de prensa se erosiona. Estados Unidos ha descendido en sus rankings. Colombia, también. La desconfianza sembrada desde el poder germina en amenazas, en autocensura, en miedo.
Petro y Trump, cada uno a su estilo, han demostrado que el problema no es lo que se dice de ellos, sino que alguien se atreva a decirlo.
La paradoja es brutal. Uno promete justicia social; el otro, restaurar el orden. Uno viene de la guerrilla; el otro, del lujo inmobiliario. Pero ambos comparten una pulsión común: moldear la verdad a su imagen, destruir al portador de malas noticias, desacreditar al que pregunta lo que otros prefieren callar.