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HACEN FALTA EDITORES

 Por Pedro Pablo Aguilera

Ahora, las máquinas escriben noticias, arman columnas y hasta te sueltan unos poemas que te dejan con la boca abierta. La Inteligencia Artificial, que es como un oráculo supermoderno sin alma ni resaca (¡pero con una memoria de elefante para los datos!), llegó al periodismo como un huracán. Y no creas, ¡es un huracán que cita cosas sin entenderlas y te saca titulares impresionantes sin siquiera levantar el teléfono! Ni hablar de ir a la calle o mancharse los zapatos. Y en medio de toda esta locura digital, que es brillante pero a la vez tan ciega, aparece una figura clave, súper importante, casi sagrada: el editor. Pero ojo, no me refiero al que solo te persigue las comas o las faltas de ortografía. ¡No, no! Hablo del verdadero guardián del sentido, de esa brújula que te guía en un mar inmenso de información.

Porque si hay algo que nos falta hoy, créeme, no es más contenido. ¡Es criterio!

Y mira, el criterio, por ahora, ¡no se programa! Así de simple. Es esa chispa que tenemos los humanos, esa capacidad de ver qué es importante y qué no, qué es verdad y qué solo parece, qué está bien y qué solo conviene. La IA te saca artículos en segundos, miles, ¡a una velocidad increíble! Pero con la misma rapidez, te puede soltar cada burrada con una seguridad que te asusta, una confianza que viene de que no tiene ni idea de lo que está diciendo. El rollo no es solo que mienta, que también; es que dice cosas que no son con una cara de "aquí no ha pasado nada" que te deja helado. Es como ese colega de la oficina que opina de todo con muchísima autoridad, incluso de lo que ni conoce, súper convencido de lo que dice aunque sea pura palabrería. Es justo ahí, ¡justo ahí!, donde entra el editor humano: esa especie que está en vías de extinción y que no solo capta cuando algo suena mal, sino que se para y se pregunta: "¿Pero por qué demonios suena tan raro?". ¿Qué busca esa frase? ¿A quién le conviene? ¿Qué se está perdiendo de vista?

El algoritmo, ¿lo tomamos como Biblia?

¡Estamos inundados de frases que suenan geniales! La gramática, perfecta; la redacción, impecable. Pero, en el fondo, están pensadas como el trasero. Les falta alma, profundidad, esa chispa de una verdad que a veces incomoda. La velocidad de la IA es su gran punto a favor... y también su peor trampa, la más engañosa. Porque cuando todo suena tan lógico, tan coherente, tan razonable, tan perfectamente hecho por una máquina, ¿quién se atreve a dudar? ¿Quién tiene el valor de decir "espera, esto no me cierra", cuando el texto mismo te invita a aceptarlo sin más? La IA no busca la verdad, ¡busca la coincidencia! Quiere la secuencia de palabras que mejor encaje.

La respuesta es fácil, colega: alguien que no se deja deslumbrar por lo que parece perfecto pero es de plástico, por una superficie bonita sin nada dentro. Alguien que desconfía del algoritmo como otros desconfían de los gurús o de las verdades que nos imponen. Un editor con experiencia, que ha aprendido a ver más allá de la pantalla. Los editores, en esta nueva etapa, tienen una misión casi de Quijote: parar molinos de viento digitales, historias prefabricadas o datos fuera de contexto. Porque mientras el chatbot te da exactamente lo que quieres oír (lo que te gusta, lo que busca el algoritmo), el buen editor sabrá cómo hacerte las preguntas incómodas. Esas que no te traen mil clics, pero que te salvan la conciencia, que te hacen pensar y te dan una visión más completa y honesta. Su trabajo es súper importante para equilibrar esa locura de la inmediatez y la superficialidad.


Jóvenes a toda prisa, viejos con sabiduría

Es re fácil pensar que los periodistas más jóvenes la tienen ganada: manejan las últimas herramientas, entienden los prompts al toque, se mueven por los programas y plataformas como pez en el agua. ¡Son nativos digitales, claro! Pero no todo es tan blanco y negro, ¿eh? Correr sin rumbo es solo hacer ruido. El talento sin una pizca de escepticismo es apenas un adorno, una fachada linda sin base. La IA te invita a que todo sea ya, a una respuesta rápida, a contenido fácil de tragar. El buen periodismo, en cambio, te pide todo lo contrario: pausa, para procesar la info; contexto, para entender por qué pasan las cosas; y una dosis saludable de sospecha, esa duda que te impulsa a verificar, a comparar, a ir más allá de lo primero que ves.

Y los veteranos, esos periodistas que han pateado la calle, que han visto de todo, ¡no están en desventaja! ¡Están en resistencia! Siguen apostando por el cara a cara, por la entrevista que te revela la verdad no solo en lo que se dice, sino en cómo se dice. Apuestan por las contradicciones humanas, porque saben que la realidad casi nunca es de una sola pieza. Y por esa búsqueda constante, esa duda existencial que una IA ni entiende ni puede simular. Ellos captan el lenguaje del cuerpo, sienten la tensión en un lugar, huelen la mentira a kilómetros, construyen relaciones de confianza que no se basan en algoritmos. ¡No es que estén viejos! ¡Son la moda que no pasa de moda! Son la garantía de que lo humano sigue siendo lo más importante en las noticias, la historia contada con empatía y experiencia. ¡Su valor es oro puro en un mundo lleno de contenido de máquina!

¡Basta de que todo sea posible!

El gran peligro no es que la IA se equivoque (¡que lo hace y lo hará!). Es que no tengamos ni idea de cuándo se equivoca, que su error pase desapercibido porque suena tan, pero tan convincente. Que nos traguemos cada dato, cada análisis, cada historia, como si fueran verdades grabadas en piedra, inamovibles. Cuando la verdad es que esa piedra es de plástico, se moldea y se copia mil veces, y las "verdades absolutas" ahora se fabrican en serie, sin esa marca de lo auténtico. Esto daña la confianza de la gente en la información y nos deja indefensos ante historias con segundas intenciones o, peor aún, ante la apatía. Por eso, ahora más que nunca, necesitamos a alguien que se ponga de pie y diga: “¡Esto no va!”. No por cómo está escrito, que puede ser perfecto; sino por la idea de fondo, por la lógica, por lo ético, por cómo afecta a la sociedad.

Esa es la nueva joya de la corona de los editores: saber qué demonios dejar fuera. En un momento donde hay una cantidad tóxica de información, donde el ruido no te deja oír lo importante, el verdadero lujo no es lo que añades, sino lo que sabes quitar. ¡Quitar con inteligencia! Es la capacidad de seleccionar, de filtrar, de hacer las cosas más simples sin que pierdan calidad. Es el arte de no poner cosas a propósito, de destacar lo esencial y sacar lo que no sirve, lo que confunde, lo que distrae. Es un trabajo de curación que le devuelve el valor al contenido y protege al lector de tanta información innecesaria.



La humanidad como filtro

En este mundo nuevo, los editores no van a ser solo los que cuidan el estilo, ni los que corrigen la gramática que la IA ya maneja. Van a ser los protectores de la humanidad misma en cada historia. Y no porque lo sepan todo, ¡nadie lo sabe! Sino porque todavía dudan, porque se permiten no saberlo todo, porque no les da miedo cuestionar lo obvio. Y dudar, hoy, en un mundo que busca respuestas rápidas y certezas programadas, ¡es una bomba! ¡Es revolucionario! Es el antídoto para que no pensemos todos igual, para no conformarnos con lo que el algoritmo nos da.

Porque mientras las máquinas nos dan respuestas impecables, súper eficientes, al instante y sin errores, los humanos todavía podemos hacer la única pregunta que de verdad importa. Esa que nos define, que nos mantiene alerta, que evita que nos creamos todo y nos empuja hacia la verdad, ¡aunque duela!.