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UNA ALOCUCIÓN EN LLAMAS

Por Pedro Pablo Aguilera

Anoche asistí —aunque sin invitación ni entusiasmo— a lo que solo puedo describir como una alocución insólita, teatral hasta la médula. El contexto: el atentado contra el senador y precandidato Miguel Uribe. La expectativa: una intervención serena, informativa, presidencial. La realidad: un monólogo errante que oscilaba entre la tragedia griega y la clase de literatura mística. El protagonista: Gustavo Petro, presidente y, por momentos, presume de “poeta”.

Desde el primer minuto, el discurso parecía una culebra empapada en aceite: imposible de agarrar por la lógica. Petro comenzó relatando los hechos —el ataque, la captura del joven implicado— pero pronto derivó en meditaciones sobre la historia nacional, las emociones humanas, el fuego de las hogueras simbólicas. Era como si el atentado hubiese sido solo una excusa para encender la maquinaria “lírica barroca” del mandatario.

 Las metáforas llovieron como ceniza sobre un páramo seco: "hogueras humanas", "cadáveres por montones haciendo pila", "heraldo de la muerte". ¿Estábamos ante un parte de seguridad nacional o frente a un sermón apocalíptico? Las referencias a Cien años de soledad y la Sierra Nevada de Santa Marta podrían haber sido encantadoras en otro contexto. Aquí, resultaban desconcertantes, como si un cirujano decidiera recitar poesía en medio de una operación a corazón abierto.


 Pero lo más intrigante fue el giro hacia la auto victimización. Petro, lejos de colocar a Miguel Uribe en el centro de la escena, se arropó en su propia biografía de víctima. “He dedicado toda mi vida a esto”, “Yo mismo he vivido la violencia”, “Nosotros o los que nos sobrevivan”. ¿Era esto un informe presidencial o la audición de un nuevo héroe trágico para el panteón político?

Desde una mirada crítica, más que un discurso, lo que presenciamos fue una narrativa personalista, egocéntrica.  La figura presidencial eclipsó a la víctima real, y el intento de asesinato quedó reducido a escenografía. Mientras Uribe era operado en la clínica, Petro se erguía en la luz, como si cada amenaza contra otro fuera también, inevitablemente, una amenaza contra él. 

Esta estrategia no es inocente. Al reforzar la narrativa del líder asediado, Petro blinda su imagen con la armadura de la historia: la del perseguido, el que sobrevive, el que entiende el dolor del pueblo porque lo lleva inscrito en la piel. Pero al hacerlo, desplaza el foco del hecho concreto y convierte una situación alarmante en una pieza más de su drama personal.

El riesgo es evidente: el público, necesitado de claridad, recibe símbolos. La víctima, que espera solidaridad, recibe una confusa “poesía dadaísta”. Y la verdad, como en todo buen acto de ilusionismo, se disuelve entre los aplausos o los silbidos, según el bando.

Lo que debía ser una respuesta firme y empática se transformó en un espectáculo de introspección presidencial. Una tragedia real fue convertida en materia prima para una obra simbólica. Y nosotros, los espectadores, quedamos atrapados entre el asombro y el desconcierto, preguntándonos si presenciamos una alocución o un capítulo de  “Yo Claudio” de  Robert Graves

En fin, la política colombiana parece cada vez más un escenario shakesperiano: traiciones, atentados, monólogos intensos y, sobre todo, protagonistas obsesionados con su papel en la historia. ¿La próxima alocución que nos deparará ?